lunes, 23 de junio de 2014

JUAN JOSÉ SÁNCHEZ.....EL TALABARTERO DE PUENTE DE GÉNAVE. 2ª parte

LOS OFICIOS DE NUESTRA GENTE.
EL TALLER DE TALABARTERÍA DE JUAN JOSÉ SÁNCHEZ (II).

Por Juan José Olivas Vigara.

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Además de las piezas rutinarias, en aquel taller se elaboraban algunos arreos que eran piezas únicas. Se dibujaban sobre el cuero motivos florales mediante claveteados metálicos y pespuntes complejos que decoraban la guarnición y servía para lucimiento de la caballería a la que iba destinada.
Juan José, el Talabartero, pensaba que su profesión no era un simple oficio mecánico. Se requerían, en su opinión, además de algunos conocimientos previos, constante laboriosidad y cierto gusto creativo para poder elaborar determinadas piezas que fueran eficaces, eficientes e hicieran elegantes a las caballerías. El las intenciones del maestro estaba el deseo de que sus sobrinos, que eran como sus hijos, debían aspirar a conseguir el nivel de un honroso título de maestro talabartero o guarnicionero y no permanecer el resto de su vida siendo unos operarios rutinarios y mediocres. Todas sus enseñanzas y orientaciones iban en la misma dirección: formar dos profesionales creativos y conocedores de todos los secretos del oficio. Orientó sus esfuerzos a ello y a fe que lo consiguió.
 
El trato que les deparaba como maestro era afable, afectivo y muy humano. En ningún momento, ante errores propios de aprendices, los desalentaba ni los reprendía con altanería, más bien lo hacía con benevolencia. Sus explicaciones eran breves, sencillas y dadas con cariño. Juan José, como maestro, entendía que enseñar a medias era no enseñar y exigía de sus sobrinos atención, laboriosidad, entrega y honradez.
Una de las cosas que Juan José les inculcaba era la importancia de conocer perfectamente el cuero que utilizaban. Debían apreciar el grueso de sus hojas para que fuera más fácil el corte, Para algunas guarniciones se necesitan hojas gruesas y para otras había que utilizar la parte más delgada.
Era muy exigente, por ejemplo, en el cosido del ribeteado de los ataharres. Debían aprender a sacar la costura por el envés sumamente igual que por el haz. Les indicaba que eso se conseguía no elevando ni bajando el codo con frecuencia, porque estos movimientos contribuyen a lo que Juan José llamaba el arte del torcijón que tan fea hacía la costura. Para evitar que las piezas cosidas de esta manera salgan torcidas y combadas, debían entablar perfectamente.
Esto se consigue apretando con las dos partes de la tenaza de madera para dejar inmovible la pieza que están cosiendo. Por otra parte, tenían que adquirir la técnica para los movimientos de la lezna y el apretar el hilo de la puntada. En esto jugaba un papel importante la colocación de los dedos del talabartero en la parte inferior al introducirla para preparar el paso de la aguja y el hilo. Aquellos aprendices, después de algunos pinchazos, adquirieron la técnica necesaria para un cosido impecable.
El aprendizaje de un guarnicionero siempre fue largo. Las ordenanzas de 1618 de los guarnicioneros de Madrid exigían para llegar a maestro y poder abrir taller el cumplimiento del aprendizaje durante cuatro años; una vez pasado éste, se había de trabajar de oficial durante un tiempo casi igual en duración al empleado en el aprendizaje. Adquirida la suficiente experiencia en el oficio se había de superar un examen práctico confeccionando una o varias piezas representativas de la profesión.
Raimundo se independizó laboralmente de su tío Juan José y durante un tiempo instala su taller de talabartero en un pequeño cuarto con acceso directo a la calle que le alquila a D. Ramón Ruiz, médico del pueblo. Aquel reducido espacio estaba situado justo en medio del que fue Bar Nacional y la casa del citado doctor. En aquel pequeño taller atendía Raimundo a sus clientes. Allí confeccionaba albardas, cabezadas, ataharres y cuantos aparejos le encargaban. Pasados unos años trasladó el taller a su propio domicilio en la calle del Arroyo.
Ramón, su hermano, un hombre bueno, honrado y trabajador, también se casó y se independizó. Su taller de talabartería, primero en la calle del Arroyo y más tarde en el cortijo las Ánimas le permitió sacar adelante a su numerosa familia. Nada menos que seis hijos.
La labor de Juan José, el talabartero con sus sobrinos fue digna de encomio. Les enseñó lo bastante como para ganarse el sustento para ellos y su familia de manera honrosa y en años difíciles.
Hoy en el siglo XXI, a los más jóvenes, les puede parecer todo esto una antigualla. Ya hace tiempo que los animales de carga y arrastre en las faenas del campo han desaparecido de nuestro imaginario cotidiano. El campo se ha industrializado y casi ha desaparecido este oficio de artesanos que, en nuestro país, se profesionalizó hacia el siglo XIII, con la consolidación del transporte realizado por los arrieros. Otro de aquellos oficios de nuestra gente dignos todos de ser recordados.